El ARI mete miedo
(por Gabriel Ramonet) -Tenía razón Hugo Cóccaro y los agoreros del Frente para la Victoria en el final de la campaña sucia. Algunos tiemblan de pensar en lo que viene. Y tienen motivos. El ARI mete miedo.
Se los ve temerosos como nunca a los dirigentes políticos corruptos, que han hecho de su forma de vida las prebendas del poder, las licitaciones digitadas, los sobreprecios, los retornos, el clientelismo, el nombramiento de punteros y las operaciones para subir de cualquier modo a un escalón superior de poder. Les castañean los dientes a los empresarios neoliberales, capitalistas y privatizadores, que sin embargo jamás han hecho un negocio por afuera del Estado, y encima pagando coimas, sobrefacturando materiales y servicios, creando monopolios u oligopolios. Los que han construido fortunas a costa de amarrocar ganancias siderales al tiempo que pagan sueldos de miseria. Los que viven despotricando contra la administración ineficiente de las gestiones de gobierno, en contraste con sus contabilidades prolijamente dibujadas y sus negociados debidamente resguardados debajo de la alfombra. Les tiembla la pera a los comerciantes inescrupulosos, que multiplican por cinco o por diez el precio de sus mercaderías cuando le venden a la administración pública, con la impresentable argumentación de que tienen demoras para cobrar. Los que pagan sobornos en privado y se quejan del aumento de los alquileres en público. Los que se vuelven corporativos a la hora de exigir leyes subsidiarias y detestan las asociaciones cuando atañen a sus empleados. Les flamean las rodillas a los dirigentes gremiales genuflexos y oportunistas, que utilizan su representación como trampolín para llegar a la política, que venden su legitimidad al mejor postor, que cenan con los patrones y le apagan el celular a sus afiliados. Les ajusta la corbata a los jueces y funcionarios de la Justicia acostumbrados a llamar por teléfono antes de firmar un fallo que comprometa al poder de turno. Los que cajonean causas calientes y se vanaglorian de las condenas a los perejiles. Los que fuerzan el vocabulario y se lustran los zapatos para que el espejo les devuelva una imagen que nunca será la que reflejen a sus hijos. Les transpiran las manos a los integrantes de los organismos de control contracturados de mirar para otro lado, “haciéndose los boludos como los pingüinos del escudo”, a decir del filósofo Jorge Portel. Los que elucubran tecnicismos que terminan beneficiando siempre a quienes tienen que controlar. Los que encuentran irregularidades en expedientes menores, pero no les parece una irregularidad mayor, que no exista un expediente. Los que en lugar de controlar la legalidad de los actos, se convierten en abogados defensores de los funcionarios.
Tartatamudean de terror los legisladores acostumbrados a balbucear respuestas formales porque son incapaces de sostener un debate racional. Los que convirtieron a la democracia en un juego de números y valijas, de intereses oscuros y silencios sepulcrales, de resultados y pragmatismo. Sienten escalofríos los mercaderes de noticias, habituados a vender espacios en sus medios a los que le pagan publicidad oficial. Los que tranzan plata por silencio, pautas por operativos de prensa, opiniones por retornos. Tienen mucho miedo y se les nota en las caras largas, en los llamados a los contactos de siempre que empezaron a dar ocupado. Hay una escena de pánico general. Un halo de misterio dando vuelta. Un fantasma. Un monstruo. Una aparición.
Por suerte, la gente honesta ha dejado de tener visiones. Los valientes no son aquellos que no sufren el miedo, sino quienes inmersos en este tipo de circunstancias, son capaces de superarlas y seguir adelante.
La gente votó superando el miedo. Otros, en cambio, siguen adentro de la misma película de terror.
Fuente: Botella al mar
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